martes, 29 de abril de 2008

Héroes por un día (07.04.08)

Los ojos se resistieron lo justo para permitirme cinco minutos de entresueño con el radio despertador de fondo, tiempo que duró la tentación de enroscarme debajo del nórdico cuatro horas más hasta que decidí dar el salto. No podía permitirme el lujo de no acudir a la cita que llevaba 2 meses preparando y por la que tanta gente me preguntaría al día siguiente.
Siete fresas y una manzana por desayuno. Las prisas me obligaron a bajar corriendo al coche de Alberto que ya me espera desde hacía 15 minutos.
El día no podía ser mejor. Ni una nube en el cielo, temperatura agradable y brisa tenue. El sol me hizo olvidar las pocas horas de sueño y evaporado los últimos miligramos de alcohol en sangre.
Mientras subía al coche supe que ya no había vuelta atrás. Había que hacerlo y la retirada nunca había sido una opción.
Las prisas activaron mi adormilado cerebro, y la falta de aparcamiento mis músculos. Aparcar en el Clínico y correr hasta Islas Filipinas es lo que necesitaba para darme cuenta de que hoy no sería un día cualquiera. Por doquier nos cruzábamos o uníamos a otros grupos variados de corredores con las mismas prisas que nosotros para llegar al área de salida de la Media Maratón. La imagen de alguien quemando billetes de 500 euros era lo que se me antojaba más parecido a semejante derroche de energía ante lo que nos venía encima.
Ya miles de personas se apelotonaban en 300 metros de calle mirando al frente. Algunos estirando, otros dando saltos en el lugar elegido. Unos riendo, otros concentrados. La mayoría seguros de sus posibilidades y todos sin excepción alegres y motivados rebosantes de optimismo. El espíritu deportivo se respiraba en el aire. Una especie de fiesta comunitaria, fraternidad, unión de almas crecía y se alimentaba de más de 10.000 almas reunidas allí para alcanzar una misma meta.
Ese domingo, a las 10 de la mañana, comenzó la gesta. La ola humana empezó a moverse. La vanguardia al principio y progresivamente como átomos unidos por trueque de electrones, la oruga se fue estirando.
Mi turno había llegado y había que empezar a trotar. La emoción me llenaba los pulmones de algo más que oxígeno y sólo una apagada voz me repetía una y otra vez que no debía ir deprisa. “Aguanta Juan, aguanta, que esto va a ser muy largo”.
La visión era espectacular, casi épica. El mar de corredores se estiraba más allá de 700 metros por delante de mí hasta donde alcanzaba la calle. Por detrás, sólo cabezas y más cabezas ilusionadas con superarse a si mismas. A mi alrededor, docenas de piernas avanzando implacablemente a ritmo inquieto, buscando su lugar. La sensación nos elevaba al nivel de semidioses. Éramos poderosos. ¡Los 10.000 Hoplitas de Ciro el Joven, los 10.000 Inmortales de Jerjes!. El enemigo: 21 kilómetros de trazado madrileño. Nuestras armas: dos piernas y un corazón lleno hasta los bordes de garra y voluntad. De haberlo intentado, nadie hubiera podido pararnos. ¡Nadie!
Los primeros 4 kilómetros fueron la puesta a punto. Encontrar el ritmo y disfrutar de la sensación de sentirse miembro de alguna especie de comunidad indestructible.
Jóvenes y adultos, viejos deportistas de cuerpo arrugado pero todavía escultural, mujeres enmalladas de faz enjuta y reverso prieto, atletas de otras disciplinas luciendo porte, espontáneos de última hora llenos de esperanza… todos sin excepción buscando ponerse a prueba una vez más. Conseguir lo que la otra vez se resistió, mejorar el tiempo del último intento o simplemente terminar por primera vez algo que no está al alcance de cualquiera. Superación. De eso iba todo, de sentirse vivo, de plantarse con la barbilla levantada y decir: Aquí estoy, sintiendo la sangre en las venas, capaz de lo que me proponga, dispuesto a todo.
En el kilómetro 5 estaba el primer puesto de avituallamiento de agua. Comenzaban seis kilómetros de subida ininterrumpida. Por suerte Poli ya había desaparecido más adelante entre la gente, y yo ya seguía exclusivamente mi ritmo más personal.
El segundo puesto de agua en el kilómetro 10 me llenaba de renovadas fuerzas además de humedecerme la seca boca, pues acabábamos de pasar la subida más importante de toda la carrera y según el plano sólo quedaban llanos y bajadas en la segunda mitad de la carrera.
Me sentía bien y aunque con la voluntad intacta, miraba ya menos alrededor y más al suelo haciendo que no reparase en los primeros participantes que empezaron a subir andando los caprichosos desniveles madrileños.
A partir del kilómetro 14 todo era esperanza salpicada de instantes de debilidad. Las caras reflejaban la batalla psicológica que cada uno libraba en su interior. Y de repente empezaron a verse los primeros caídos siendo atendidos en los laterales que dejábamos atrás. El corazón se encogía y por un momento te preguntabas si eso podía pasarte a ti.
El trazado final había sido modificado y tres imprevistas cuestas zancadillearon la moral de la mayoría de los participantes que a pesar de ello seguían implacables sin bajar el ritmo.
Los dos últimos kilómetros eran la prueba de fuego, el último listón a superar. Se hacían largos como días sin pan, y las piernas se movían sin saber muy bien por qué. Se acercaba el final, no se podía flojear. La meta estaba cerca.
El último kilómetro era un batido de sentimientos entre la angustia de llevar casi dos horas corriendo sin parar y la alegría de ver que efectivamente lo iba a conseguir.
700 metros… arco… 500 metros… arco… 250 metros… arco… 100 metros… arco… 50 metros… arco… META… arco, arco, contador de tiempo… arco, arco.
¡Por fin! Una vez dejabas de correr, las piernas seguían repitiendo su movimiento y te llevaban andando hacia delante sin saber muy bien a dónde ni porqué.
El agitado corazón no cabía en el pecho del orgullo, satisfacción y felicidad. Miré de nuevo alrededor y ahí estaban el viejo culturista, el atleta vanidoso y la mujer palillo. Todo habíamos llegado, todos lo habíamos conseguido. Todos vibramos juntos y fuimos héroes. Héroes por un día…

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