martes, 19 de agosto de 2008

Los 100 en 24


Hace un par de meses terminé otro pequeño gran reto. Cien kilómetros de seguido en un tiempo máximo de 24 horas. Terminé, tremendamente cansado y dolorido, pero terminé.
He necesitado este tiempo para recuperarme. No físicamente, pues las piernas en 4 días ya estaban casi perfectas, sino mentalmente. Tiempo imprescindible para asimilar las 20 horas de ilusión y esfuerzo. Para digerir el cóctel de sentimientos contradictorios que se fueron acumulando. Para poder sentarme y escribir en frío lo que fue aquello de la forma más realista posible. Lo mejor será que empiece desde el principio.
Los nervios se hacían notar ya la noche anterior. Aunque la intención era acostarse pronto para estar bien fresco al día siguiente, los preparativos y la mente a todo gas no me permitieron dormir hasta cerca de medianoche.
El despertador sonó diligente poco después de las 8. Desayuno tan consistente como inusual a base de pasta, huevos y fruta.
A las 11 estaba ya allí, con mi amiga Cristina y esperando a otro par de valientes amigos con la firme decisión de realizar el 50% de la prueba.
No había demasiada gente. No fue como en esas medias maratones o carreras de varios puñados de kilómetros donde las salidas impresionan por el tumulto avanzando al trote como un auténtico ejército. Esta vez éramos sólo unos 1500. El comienzo fue lento, con una avanzadilla que salió al trote siguiendo un peculiar recorrido por el perímetro del campo de fútbol del polideportivo, y seguido del resto de participantes que empezaron tranquilamente caminando. La salida del polideportivo se convirtió en un cuello de botella que sufrimos todos a excepción de los primeros corredores.
Me sentía nervioso y alegre. Con la inquebrantable decisión de llegar a meta al día siguiente. No veía el momento de empezar a andar a paso ligero y las paradas de los primeros kilómetros motivadas por estrechamientos del camino que hacían amontonarse a la apretada comitiva, ensombrecían ligeramente mis alegres pensamientos.
A partir del kilómetro 7 u 8 decidí abandonar la amena charla de mis amigos y empezar mi verdadero reto. Apreté el paso y les dejé atrás con la esperanza de verles unos minutos en el primer descanso. Alterné el paso ligero en los llanos y cuestas con un trote moderado en las bajadas. Llegué al tercer punto de avituallamiento (km 17-18) alrededor de las 3. Era hora de comer. Cambio de calcetines, pies al fresco, estiramientos de rigor, y unos buenos sándwiches preparados esa misma mañana. Allí encontré a uno de los organizadores conocido mío e intercambiamos charla, ánimos y algunas fotografías. La moral por las nubes y las piernas en plena forma. Ni rastro de ampollas. La cosa iba bien. Después de casi 40 minutos, retomé la marcha al ritmo rápido del House de mi MP4, pero ya sin correr en ningún momento.
Por lo que supe después, mis amigos llegaron 10 minutos después de mi marcha. Les había sacado 50 minutos en apenas 8 kilómetros.
El camino hasta Colmenar Viejo (km35) fue sencillo y todavía con mucho movimiento de gente. El avituallamiento en el polideportivo fue una auténtica decepción. Ya no quedaba prácticamente nada y a esas alturas de la carrera eso era inadmisible. No valía la pena enfadarse, así que tomé nota mental para decírselo a la organización en su momento.
A partir de ahí cambió todo. Mucha gente se quedó en Colmenar Viejo, y los grupos cada vez más dispersos hicieron de los siguientes kilómetros una marcha mucho más solitaria, amenizada al principio por el partido de España que mi MP4 me transmitía arañando las intermitentes ondas de radiofrecuencia que se colaban por los valles y caminos por los que transcurría la carrera.
Me impuse un ritmo rápido y persistente. El objetivo era llegar al siguiente avituallamiento, y de allí al siguiente, y al siguiente…
Al terminar el partido opté por el silencio, los pensamientos y la concentración para mantener el ritmo.
Sólo tuve que pararme un momento para atravesar un río que parecía que me iba a obligar a descalzarme y mojarme los pies. Después de observar un rato el tronco y las piedras que había por el centro, me arriesgué a hacer un poco de equilibrismo y con un poco de suerte pasé sin salpicarme siquiera. Había que seguir.
Empezaba a anochecer y la luz del día era ya débil cuando entraba en Tres Cantos. Llegué al Polideportivo (km52) a las 9 y cuarto de la noche, después de conocer unos metros antes a un extraordinario señor. Un hombre de unos 60 años que el día anterior acababa de terminar el camino de Santiago desde Roncesvalles a una media de 45 kilómetros al día, y que se había apuntado a la carrera con la firme voluntad de terminarla. Después de tan tremendo ejemplo, yo no podía ni plantearme no terminar.
La parada en Tres Cantos fue larga. Los tendones de los gemelos empezaban a molestar y los estiramientos ya no fueron muy agradables. Comer, airear los pies y descansar un rato completaron la parada. Había que retomar. Estaba en la mitad del trayecto y era como volver a empezar. Eran las 10 de la noche.
No encontré al hombre del camino de Santiago así que retomé yo solo, con los primeros miedos asomando por mi cabeza. Miedo a no poder seguir el camino correcto. Miedo a no tener la suficiente fuerza de voluntad llegado el momento. Ya era prácticamente de noche, y muchísima gente había dado por terminada la carrera en ese punto, así que los próximos kilómetros se preveían muy solitarios. Sin embargo, el destino salió a mi encuentro para ofrecerme la mejor de las ayudas, la mayor de las oportunidades para terminar la carrera. Nada más alejarme del Polideportivo y a punto de tomar el camino de tierra que debería llevarme a lo largo de 22 kilómetros hasta San Sebastián de los Reyes, me encontré a un joven de mi edad, calzando las mismas zapatillas de deporte que yo (¿Casualidad?). Era una señal, sin duda. Empezamos a hablar y ya no nos separamos hasta el final. Seguíamos el mismo ritmo, teníamos la misma zancada y la misma idea en la cabeza: llegar a meta. No podía haber encontrado mejor compañero de viaje. Todavía dudo si lo habría conseguido sin él.
La noche no tardó en cerrarse así que saqué la linterna para iluminar el camino algo más de lo que lo hacía el cuarto creciente de luna.
Avanzábamos en silencio, y el cansancio se hacía notar. Los puntos de avituallamiento se convertían en verdaderos oasis de esperanza que cada vez parecían estar más alejados unos de otros.
Mis tendones cada vez estaban peor, y cada parada era tan necesaria como insufrible. Cada vez que había que retomar la marcha, el dolor me impedía andar con normalidad, y pasaba los primeros 10 minutos como si estuviera cojo.
Llegamos poco antes de las 2 de la madrugada a San Sebastián y fue la primera parada larga desde Tres Cantos. Además del cansancio y el dolor de los tendones, fui atacado por un frio terrible que hacía temblar todo mi cuerpo. Era una sensación extraña, como si tuviera fiebre. Me tranquilicé al ver que era algo normal, viendo alrededor algunas personas tumbadas en las colchonetas arropados con mantas. Tocaba volver a comer un poco, estirar a duras penas y mentalizarse para seguir. Faltaban otros 15 kms para volver a Tres Cantos, y eso significaría estar a las puertas del último empujón.
Retomar ahí fue difícil, creía que no podía andar. Los tendones los sentía crujir como una puerta vieja al abrirse. Eso no podía ser bueno.
Pasados los primeros minutos de casi lisiado los músculos volvieron a calentarse y seguimos a nuestro animoso ritmo.
Las etapas nocturnas desde el km52 al 89 (Tres Cantos-San Sebastián-Tres Cantos) fueron una experiencia única. Avanzando muchas veces con la linterna apagada, a la luz de la luna y el único sonido de nuestros pasos que emitían ese leve crujir de la arena del camino bajo nuestros pies. Crac, crac, crac, crac… y por dentro la lucha de sentimientos, de pensamientos.
En esas horas recibí la mayor parte de los mensajes de móvil de parte de algunos amigos que pensaron en mí y en lo que estaba haciendo. Jamás un mensaje o una corta conversación me han dado tanta energía como los de aquel día. Cinco minutos hablando por teléfono con un amigo tenía un efecto más grande que cualquier cápsula de glucosa, barrita energética o descanso reparador.
Llegamos a Tres Cantos de nuevo a pasadas las 5 de la mañana. El frío febril me atacó nada más parar, y pedí una capa de plástico con la que taparme las piernas. Nos quedaba poca comida y sufrimos el primer ataque de sueño. Teníamos un cansancio que ya invadía todo el cuerpo y sentíamos como si no fuésemos muy dueños de lo que hacíamos. Sacamos los restos de comida que nos quedaban y nos lo partimos a medias. Un último sándwich de sardinas, una coca cola que compramos en una máquina, algo de chocolate y algún resto más para reactivar nuestro cuerpo.
Ya no pude estirar. Pensé que mis tendones iban a romperse en cualquier momento. El frío, el dolor y el cansancio hizo que levantarme y comenzar de nuevo a andar fuese una auténtica guerra abierta entre mi voluntad y mi estupefacto cuerpo, que se preguntaba qué había hecho para merecer aquél castigo.
En lo que era ya un ritual establecido, caminamos lentamente durante los primeros cientos de metros, para que pudiese recuperar mi forma de andar natural y nuestro ritmo característico que estaba alrededor de los 6 kilómetros/hora.
Pasada la crisis de reinicio de marcha las sardinas y el chocolate debieron hacer su efecto, mezclándose con el entusiasmo de saberse a menos de 10 kilómetros de la meta. Esto era ya una cuenta atrás, y me sentía exultante de energía. Parecía como si pudiese terminar lo que faltaba corriendo o saltando. Apretamos el paso.
Pasado el siguiente avituallamiento era ya completamente de día, el amanecer nos había dado esquinazo y la sensación era muy extraña. Era increíble pensar en el ritmo que llevábamos, como si acabásemos de empezar, cuando en realidad avanzábamos ya con más de 90 kilómetros bajo nuestras zapatillas, y más de 18 horas seguidas.
Sin embargo, la reserva de energía no duró demasiado, y a 4 kilómetros del final, yo desfallecía de nuevo. Los últimos kilómetros eran cuesta arriba, y a mi se me acabaron las ganas de correr y de saltar. Bajé el ritmo. No podía permitir consumirme en el último momento. Había que llegar y sin ningún atisbo de duda yo sabía que iba a terminar.
Esos últimos kilómetros se hicieron interminables, pero al fin Colmenar Viejo apareció ante nosotros y supimos que ya estaba hecho.
Activé mi MP4, y le pasé un auricular a mi compañero. Entramos con fuerzas renovadas a ritmo de I NEED A HERO a todo volumen. La satisfacción no cabía en ese campo de fútbol. La alegría se reflejaba en mi cara y por dentro me embargaba una especie de complicidad entre yo y mi voluntad: “Ves, te lo dije”.
Cruzamos la meta a las 8 en punto. Lo habíamos conseguido en 20 horas y en la posición 167. Quedaban más de 400 personas por llegar. Alrededor de 1000 personas habían abandonado. ¡Lo habíamos conseguido, lo habíamos conseguido!